No soy crítico musical ni lo pretendo. Seguramente escribo desde cierta nostalgia, con la melancolía inevitable del temps fugit y el riesgo, consciente, de sonar como ese exconcejal de la oposición algo cascarrabias que siempre encuentra algo que reprochar. Pero no va de eso. Hoy vuelvo a la FiM con mi hijo, en familia, y hay cosas que agradezco profundamente: los conciertos matinales, las propuestas pensadas para compartir juntos, esa posibilidad de vivir la música desde la complicidad. Esta no es una queja ni una enmienda a la totalidad, sino una reflexión constructiva. Una manera de pensar en voz alta sobre lo que fue, lo que es y lo que podría llegar a ser.

Porque hubo un tiempo, no tan lejano, en que la FiM fluía de forma distinta. No era solo otro formato, era otra lógica. Lo que hoy llamamos “música emergente”, entonces ni siquiera se nombraba. Simplemente sucedía.

Más que una feria, aquello era una fiesta. Un acontecimiento donde los márgenes tomaban el centro y la calle se convertía en un escenario sin fronteras. Lo imprevisto no solo se toleraba: se buscaba. Era un punto de encuentro para músicos sin padrinos, sin solera y sin miedo. La música lo ocupaba todo. Aparecía en cualquier esquina, brotaba entre adoquines, se colaba por las rendijas de un municipio que, por unos días, dejaba de ser lo que era. Y eso, precisamente eso, era su magia.

Aquella FiM que conocimos crecía por contagio. Hoy, en cambio, el contexto es otro. En 2025, la FiM sigue ahí. No es peor, pero sí más contenida. Mejor sonorizada, más cuidada, más estructurada. Y también más cerrada. La música suena impecable, los espacios son cómodos, el cartel está trabajado al detalle. Pero la calle ya no vibra como antes. El Auditori, el Celler o el Castell concentran buena parte del protagonismo. La espontaneidad y el mestizaje han cedido paso a una propuesta más profesional. Desde una mirada sociológica, cuesta no pensar en lo que Berger definía como la institucionalización de la realidad: ese proceso por el cual lo que nació con ambición acaba domesticado, convertido en rutina.

Y en parte, es natural. Lo que fue irrupción, con el tiempo se vuelve estructura. Lo emergente se programa y lo transgresivo se ordena. Basta repasar la evolución de los carteles: de un mono con casco a figuras geométricas. No es solo añoranza, es tratar de entender lo que se pierde por el camino.

Aun así, también hay gestos que siguen encendiendo la chispa. Cuando veo a mi hijo moverse libre en un concierto de mañana, con esa alegría despreocupada que solo ellos conocen, siento que algo de aquel espíritu sigue ahí. No en la ruptura, tal vez, pero sí en la posibilidad de vivir la música sin pedir permiso. Y eso, también, merece ser protegido.

Posiblemente debamos asumir que la FiM fue, durante años, un pequeño milagro. No por el tamaño ni por el cartel, sino por algo menos medible: la atmósfera. Era uno de los pocos espacios donde el riesgo formaba parte de la propuesta. Eso atraía tanto al público como a los artistas, que venían porque sabían que allí todo podía pasar.

Pero algo cambió. En 2019 ya se vivió una edición reducida, con menos apoyo institucional y señales de desgaste. Y en 2020, la interrupción por decisión política terminó de enfriar el festival. Desde entonces, la FiM pelea por recuperar el lugar simbólico que había ganado en la agenda cultural.

Hoy el mapa es otro. Espacios más acotados, horarios muy marcados y mayor protagonismo de los recintos cerrados. Antes, la coletilla de la FiM era al carrer. Ahora la calle se ha vuelto casi anecdótica. Y no, no es un problema de calidad —que la hay, y mucha—, sino de imprevisibilidad. De esa sensación de estar ante algo que podría pasar… o no.

Recuerdo ver a músicos de cámara desplegar su magia en plena plaza d’Estudi y, al mismo tiempo, subir por el portal de Sant Antoni y encontrarme un trío callejero de nivel desbordante que venía por pura conexión, por sentirse parte de una red invisible que los llamaba. Ese cruce de mundos, esa mezcla entre lo formal y lo espontáneo, era una de las claves de su esencia. Hoy, aunque la excelencia artística sigue intacta, el espacio se ha profesionalizado tanto que cuesta hallar esa transgresión, esa chispa de lo inesperado.

Pese a todo, la FiM sigue siendo necesaria. Y sigue aportando. Pero ahora se enfrenta al dilema de muchas iniciativas culturales cuando alcanzan la madurez: ¿cómo seguir siendo espacio de posibilidad sin dejar de ser estructura? ¿Cómo sostener la calidad sin ahogar la vitalidad? Es difícil encontrar sorpresa sin asumir algún riesgo.

Estas líneas pueden sonar a evocación de un pasado mejor, pero no creo que la respuesta esté en volver atrás. Más bien en abrir grietas. Dejar espacios libres. Aceptar un grado razonable de indeterminación. Permitir que lo inesperado vuelva a tener cabida. No se trata de romper con lo logrado, sino de reservar zonas donde la programación no lo ocupe todo. Dejar margen para propuestas espontáneas, colaboraciones inesperadas o artistas que actúen sin haber sido anunciados. Y pensar la calle no solo como tránsito, sino como escenario con entidad propia.

Porque lo emergente, si no se le deja respirar, acaba siendo solo escenografía. Pero si convive con una programación cuidada, con la exigencia técnica y con ese nuevo lugar ganado por la música familiar, entonces la FiM puede seguir evolucionando sin perder su alma. Basta con reservar un pequeño margen para lo imprevisible. Para que lo planificado no lo ocupe todo. Para que la calle, el azar y la conexión espontánea sigan formando parte del relato. Así, quizás, volvamos a sentir que la música está viva. Y que, en cualquier momento, puede pasar algo único.

Mario Téllez Molina
Sociólogo y concejal de Vila-seca de 2015 a 2023

Compartir:

Los comentarios están cerrados.

Exit mobile version