Hoy, día 6, como todos los primeros jueves de noviembre, se celebra el Día Internacional contra la Violencia y el Acoso en la Escuela. Este ha sido, es y seguirá siendo la principal preocupación de los centros educativos, porque sus consecuencias pueden ser graves para el resto de la vida de la persona afectada con episodios de estrés, trastornos de ansiedad, crisis de pánico, depresión o aislamiento social en unos niños cuando están empezando la vida y les afecta de tal manera que incluso pueden llegar al deseo de quitársela. Entendemos por acoso escolar ese maltrato físico o psicológico, deliberado y continuado, que recibe un alumno por parte de sus compañeros que se comportan con él cruelmente con el único fin de someterlo y asustarlo: insultos, difamaciones, amenazas, chantajes, robos o golpes que provocan el aislamiento total del muchacho que se encuentra en una sensación de indefensión e inferioridad.
El acosado puede llegar a una situación tan terrible que sólo ve la salida del suicidio. Según los datos de la Organización Mundial de la Salud, alrededor de 200.000 jóvenes, de entre 14 y 28 años, se suicidan al año en el mundo por sufrir este acoso. ¿Ustedes se dan cuenta de la magnitud de esta tragedia? No hay guerra, ni atentado, ni terremoto que llegue a ese número. Mi opinión es que no se le ha dado aún la importancia que realmente tiene.
Empezaré relatando dos suicidios recientes por acoso. Uno en Francia, como podía ser en el Bierzo o en la Conchinchina. Con el mismo formato y perfil de los miles de casos de este tipo: “Lindsay, una niña de 13 años residente en la ciudad francesa de Lille, se quitó la vida tras sufrir un acoso diario de mofas y humillación por parte de sus compañeros del colegio. El caso ha conmocionado a toda Francia. La niña, antes del suicidio, dejó una desoladora carta de despedida dirigida a sus padres. La familia de la fallecida ha presentado una denuncia contra la dirección del colegio y el abogado de los padres señaló: «Si todos hubieran hecho su trabajo, Lindsay estaría viva».
Otro suicidio hace tres semanas en Sevilla: Sandra Peña, de 14 años, llevaba mucho tiempo sufriendo el acoso de tres compañeras de su colegio, Las Irlandesas de Loreto de Sevilla. La niña confesó en casa la angustia que le generaba ir a clase, por lo que la madre fue a quejarse al equipo directivo. El colegio no hizo lo suficiente. Imagino la angustia de Francisco de Paula, el director del colegio, por su torpeza. El pasado 14 de octubre, al salir de clase, le niña no aguantó más y se precipitó desde un balcón en la calle Rafael Laffón de Sevilla. La noticia abrió todos los telediarios de España. El resumen final es el mismo del caso anterior: «Si todos hubieran hecho su trabajo, Sandra estaría viva».
Podrán cambiar los detalles, pero lo esencial aparece siempre en estos procesos de acoso con suicidio: “una niña o un niño humillado por uno o un grupo de chulos y matones; todo el centro conoce esta situación, pero se lo callan; los niños y las familias acosadas se quejan y lo denuncian; nadie les hace caso y ven como única salida el suicidio. La frase final siempre es la misma: “Esta muerte se podría haber evitado”.
Siempre he dicho que estoy convencido de que todo acoso escolar finaliza a los cinco minutos de ser conocido por el equipo directivo. Lo importante es romper el silencio y encontrar un atajo fiable para descubrirlo. En nuestra experiencia directiva tengo que agradecer la ayuda de las juntas de delegados. Si el director de un centro escolar hace “piña” con los delegados y se gana su confianza, podrá contar en cada clase con dos ojos que le comunican todo lo que sucede en el grupo. Cualquier sospecha puede ser suficiente para evitar una tragedia. Si los delegados, al primer asomo, se lo comunican al director, el problema está resuelto. Así de fácil. El acoso se alimenta de silencios y se muere al descubrirlo.
Voy más lejos aún: una vez que se conoce el acoso, si nos ‘lavamos las manos’, nos convertimos en cómplices y culpables. Si un director minimiza cualquier caso de acoso escolar, ocultándolo o negándose a abrirlo, porque, según él, es sólo “cosa de niños”, está prevaricando. Es así de grave. Sí, queridos lectores, en este día dedicado al acoso, yo quiero gritar muy alto y que me oigan todos. Para mí, que he pasado muchos años en la dirección de un instituto, el máximo responsable es el director, porque cuenta con muchas armas para cortarlo de raíz.
No quería verme en el pellejo de Francisco de Paula, el director del colegio sevillano. A los pocos días el periódico El País llenaba dos páginas con este titular: “El cráter del suicidio tras el ‘bullying’: una menor muerta en Sevilla, padres destrozados, chicas hostigadas, alumnos y profesores en ‘shock’. La mala gestión de un caso de acoso escolar por parte del colegio concertado Irlandesas de Loreto dinamita la convivencia en el centro y la vida del barrio”. Era un colegio de gran prestigio. Había empezado este curso con fiestas para celebrar el 50º aniversario de su fundación. Cincuenta años de trabajo y esfuerzo para conseguir esta fama y consideración se vinieron debajo de repente por el bombazo de la muerte de Sandra. Muy pronto se comenzó a plasmar el descontento sobre los muros del centro, con pintadas que señalan a las niñas acusadas de haber practicado bullying como asesinas y al resto del colegio como cómplice.
El acoso se alimenta de silencios y se muere al descubrirlo. Voy más lejos aún: Una vez que se conoce el acoso, si nos “lavamos las manos”, nos convertimos en cómplices y culpables. El máximo responsable será el director, porque cuenta con muchas armas para cortarlo de raíz. “Estoy convencido de que es imposible que en un centro educativo nadie se entere de que un niño está siendo acosado y que el acoso escolar existe porque lo permitimos”.

Secundino Llorente
Catedrático de Instituto jubilado




