Llega a mis manos la obra literaria La Florista, de C.L. Pattison, en la que la protagonista de la novela, Amy Mackenzie, propietaria de una floristería situada en uno de los barrios más elegantes de su ciudad, para proteger sus propios secretos, entre episodios oscuros y fiestas sangrientas, tendrá que desvelar los de otros. Me viene a la memoria que hace muchos años Salou también tuvo su florista, Manuela Hernández, protagonista en muchos reportajes periodísticos de la época, que pasó media vida, entre 1984 y 2004, vendiendo rosas en Cambrils y Salou por restaurantes, pubs, discotecas y otros lugares, algunos con ambientes oscuros. Por su popularidad fue distinguida en 1989 en el Premio Blanc i Negre que anualmente otorgaba la discoteca Pachá en Salou, junto al teniente coronel de la Guardia Civil, Julián Catalán.
La vida de Manuela no puede compararse a la de la protagonista del best seller que fue traducido a 8 idiomas, aunque no ha estado exenta de anécdotas, románticas las más, pero de miedo, sobre saltos y advertencias, otras. “El objetivo era tomar el pulso a los sentimientos del hombre, a 200 pesetas la venta de una rosa. Aunque en la noche, que tiene mucho para disfrutar y de diversión, también se percibe el peligro. En ocasiones me pidieron ser confidente para personas que querían comprar mi información, de espía y vigía de sus parejas. A cambio de mucho dinero, tanto que podía haber hecho una pequeña fortuna”, comenta.
El tener tanta facilidad de movimientos por los locales que iba la permitió conocer a mucha gente, “algunas con doble vida que me advertían sobre lo que me podía pasar si decía alguna cosa de más -dice con un cierto temor-. Aunque, como la buena abogada tenía clara mi imparcialidad, que el secreto de confidencialidad era primero. Me debía a todos y fui respetuosa con el comportamiento de unos y otras. Dije que para eso están los detectives, que lo mío era vender romanticismo”, señala.
Manuela Hernández, de 77 años, nació en Valladolid en 1947. Llegó a Salou en 1961, acompañando a sus padres, emigrantes de la época, porque su madre tenía una hermana en Catalunya. De profesión peluquera regentó un centro, alternando el trabajo con la venta de rosas por las noches, hasta obtener el dinero suficiente para un viaje a Venezuela, de 300.000 pesetas, país en el que quería fijar residencia.
Tras una mala experiencia en el país venezolano, Manuela regresó a Salou, como se suele decir sin oficio ni beneficio, con lo que decidió volver a la venta de las flores. Lo hizo como vendedora ambulante, como una profesional sin establecimiento comercial propio y en calidad de autónoma, “pagando todos los impuestos correspondientes”, recalca. “Trabajé duro, muy duro, porque había jornadas de 15 y 16 horas diarias”, vuelve a recalcar.
Su vida laboral transcurrió de local en local, “algunos en los que nada más entrar se respiraba el peligro”, dice. “En algunos momentos viví en el alambre, porque me movía por ambientes de dudosa reputación en los que se veía a personas con conductas sospechosas. Tanto que, en más de una ocasión, la policía me sometió a interrogatorios para que delatara si las había visto o sabía de algunas de sus actividades. Pero como he dicho anteriormente, tenía claro que, si quería ser respetada, estaba obligada a respetar a todas las personas por igual”.
Aquellos eran años en los que en nuestra sociedad se comenzó a vivir una época de cierta libertad en la pareja. Poco tiempo después de legalizarse el divorcio en España, en 1981. En los años ochenta muchas parejas pasaron por el proceso de divorcio. Fueron años difíciles en la relación familiar entre el hombre y la mujer, en los que transcurría mucho tiempo para la anulación del matrimonio, pero en los que ella se sintió más libre. “Una época en la que la mujer pasó de la represión a la que le sometía el marido en casa a sentir el aprecio o el cariño de otras personas a las que conocía en el mundo de la noche. En cenas en restaurantes o bailando o las discotecas”, dice Manuela.
En pocos años de aquella época posfranquista, se pasó de un tiempo en el que el régimen del dictador, decidido a repoblar España, entregaba premios a las familias numerosas por el mero hecho de serlo. Era un modelo social que se fomentaba en la dictadura: muchos hijos, educación segregada, roles de género, sexos distintos… En el que la mujer era excelente ama de casa. Y el, lo que llegara a ser. Y de sexo ni hablar. La educación sexual brillaba por su ausencia en hogares y aulas. Era un tabú que tardó años en superarse. No siendo hasta prácticamente los años 90 cuando los españoles empezamos a mirarnos a nosotros mismos por debajo de la cintura.


El régimen franquista no había admitido dudas. Ni vetos. Es lo que tiene una dictadura: tajante en materia de educación sin que a nadie se le ocurra siquiera plantear la idea de un pin parental a las ideas y la censura.
Entre finales de los ochenta y la década de los noventa es cuando mejor funciona el negocio de la venta de flores de Manuela. Se dan muchos condicionantes para que así sea, porque a la época dorada económicamente y de crecimiento en la Costa Daurada, especialmente con el boom de inversiones en el ocio que experimenta la noche en Salou. Tras la muerte del dictador llega la separación en muchas parejas, una mayor liberalización entre ambos y las separaciones matrimoniales. Aumentando el divorcio durante la década hasta un 47% y las parejas sin hijos un 9,4%, que permiten vivir con mayor libertad el ambiente nocturno de la noche y hacer nuevas relaciones entre ellos y ellas.
“El vivir tantos cambios y emociones nuevas me dio una visión de la vida muy interesante. Fui testigo de muchas escenas que se presentan a lo largo de la vida. Situaciones que fortalecen a la persona. Y no por las vividas en el lado oscuro de la historia”, dice.
“En aquellos primeros años que pasé vendiendo rosas, una flor le abría al hombre el camino para conocer a una mujer. Vio en el regalo de una flor una oportunidad para la conversación con una mujer. Una oportunidad para una nueva relación sentimental, o de romanticismo. El hombre se tenía que currar la relación. Había que conocer mucho a la otra persona para salir juntos. Siempre eran ellos los que daban el primer paso. El regalo de una rosa facilitaba el conquistar la confianza en pareja. En aquellos años la mujer era admirada. Ahora es más de aquí te pillo, aquí te mato”, sonríe.
“Cuando dejé de trabajar, en 2004, la mujer había tomado ya la iniciativa en las relaciones entre parejas. En alguna ocasión cuando el hombre le iba a regalar una rosa ella decía: déjate de flores e invítame a un cubata”, sonríe Manuela. “Entonces a la mujer se le veía ya como una compañera moderna. Se vio la evolución de la relación en pareja, respondiendo más a las distintas necesidades y deseos que hay entre ambos. Creo que el haber sido receptores de los muchos extranjeros nos visitaron en aquellos años nos abrió el camino para llegar a la libertad que ahora sentimos. De esa libertad en la que, con sus romanticismos o peligrosidad, si me hubiera quedado en casa cocinando, lavando y planchando, destinada como una mujer casada más a cuidar a los hijos, no hubiera aprendido nunca lo que es la vida”.